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Roberto Macedonio
Cada persona entiende el silencio de una forma distinta. En realidad, como casi todo, según en qué contexto, entenderemos el silencio de una manera o de otra. Se puede tomar como una señal de respeto, o incluso como una falta de respeto. Pero es curioso como, en la mayoría de los casos (hablo por mí), acabamos extrañándolo.
De la misma manera en que yo lo extraño mientras escribo este artículo, deseando que ese perro de la calle deje de ladrar, o que la conversación de los vecinos que entra por el balcón de casa cese. También podemos desear acabar con el silencio, acabar con ese silencio incómodo que se genera en medio de una discusión de la que te arrepientes momentáneamente. O acabar con ese silencio que te acompaña en las solitarias noches donde te gustaría estar acompañado. Sea como fuere, lo entendemos como la ausencia de sonido, y en mi caso, significa respeto.
Ese respeto del que hablo es el que nace en el momento en que un conjunto de personas se concentra en lo que tiene que hacer, o en lo que tiene que ver, preocupándose tan solo de realizar bien su trabajo, o de disfrutar admirando el trabajo de otro. Hablo, para ser claro, de cuando lo único que molesta al silencio es la respiración del público que en el patio de butacas espera impaciente a que se levante el telón. O la cuenta atrás de un regidor que indica los pocos segundos que faltan para que todo un plató de televisión comience a verse en directo en miles de hogares. O cuando las luces de una sala de cine se apagan para que los espectadores disfruten de la película. Momento mágico en todos los casos. Momento de respeto, de silencio. El problema aparece cuando no se dan estas circunstancias.
Situémonos. Una sala de cine medio llena, unas cincuenta personas deseando ver esa película de la que tanto esperan. El film comienza. Empiezas a relajarte con el fin de desconectar, de evadirte, de meterte en la pantalla y dejarte llevar por la mágica emoción que te regala una buena película de cine. Eso es lo que esperas. Sin embargo, ese silencio, esa magia, ese momento, esa emoción, desaparece gracias a la maleducada asistente que, no contenta con malgastar el dinero de su entrada, parece dispuesta a tirar también el dinero que todos los allí presentes pagamos. La película avanza, la gente manda a callar, la susodicha responde, tira su paquete de palomitas por los aires, grita, toma fotos de la película... Mientras tanto, el resto de la sala no da crédito, y su irreverente comportamiento aumenta de la misma forma que mi nerviosismo. Pues bien, así, amigos y amigas, ha sido el magnífico y confortable día de cine que esperaba pasar.
Creo que nunca he añorado tanto el silencio humano como en la tarde de hoy. Ahora, entenderéis, a qué me refería diciendo que el silencio (definitivamente lo tengo más que comprobado), no es sino muestra de respeto. Respeto por una sala de cine, por los espectadores, y por el equipo mismo de la película, ¿por qué no?. Lo único que sé, es que salí con el único deseo de que en la siguiente proyección no ocurriera lo mismo, por el bien de los asistentes que realmente quieran disfrutar del cine (que creo que es a lo que se va, o a lo que se debería ir).
Respeto y educación, dos cosas que debemos llevar siempre en el bolsillo, y paciencia, mucha paciencia. Para acabar, invito a la particular rompesilencio a que tome un poco de estos dos conceptos primeros, le sentarán bien. Ahora, sólo espero, que cuando vayáis al cine, podáis gozar de una sala en silencio.
Roberto Macedonio
Twitter: @romacedoniovega
www.robertomacedonio.com
definitivamente
En este pueblo lo que sobrán son las fiestas y lo que falta es cultura y educación.... y eso si que corresponde a los poderes públicos "ponerlos en valor"....